El centro de operaciones de inteligencia quedaba en la capital. Los
expertos consideraron que la mejor forma de esconderlo era ‘a plena luz del
día’. Los tres pisos del sótano del edificio de la empresa de Teléfonos y Comunicaciones
Digitales Nacionales estaban ocupados por una serie de cubículos simulando una
colmena. Era encerrado, silencioso, aburrido. El seguimiento exigía estar
concentrados, porque cualquier asunto, cualquier tomo podría ser un indicio.
Santiago hacía parte de la serie de abejas obreras que escuchaban,
leían, escudriñaban y hacían reportes. Entre los asignados a este tipo de
tareas casi nunca había interacción, pero a fuerza de pasar horas de almuerzo y
pausas juntos, se iban generando canales de comunicación entre los
investigadores.
Los ‘objetivos’, como eran llamados los ciudadanos estaban divididos
entre: políticos y figuras públicas de importancia, a quienes los seguían los
más destacados y mejor calificados de la sección; los artistas e intelectuales
de la época, que eran asignados a agentes con estudios en filosofía,
psicología, artes y literatura (a estos se le hacía seguimiento en equipo ante
la complejidad para interpretarlos); los funcionarios de gobierno nacionales y
de los extranjeros residentes; y los ciudadanos comunes. Las interceptaciones
se definían de acuerdo a una matriz de selección aleatoria. Muy pocos se
quedaban por fuera. Pero algunos entraban y salían de acuerdo al nivel de
riesgo que representaban. Hoy podías ser tu, mañana tu vecino.
Cada objetivo tenía un código establecido por el agente asignado. Era la
primera recompensa que recibían por su trabajo: tener control sobre el
personaje que iban a crear por medio de sus informes. Si bien no se trataba de
ficción, bautizar a sus objetivos les entregaba un poder casi divino, o por lo
menos, eso les hacían creer. La única condición era que debía ser una palabra y
una serie de mínimo dos números. Para evitar repeticiones, una gran base de
dato verificaba la disponibilidad del código. Era todo un universo de
posibilidades.
Había escogido sus apodos, porque le recordaban a su madre. Era
lingüista y tenía una especial fascinación por los griegos y los romanos. Desde
chiquito la escuchaba contar historias sobre la diosa Afrodita de los Griegos,
que era Venus para los Romanos. Simple, la infancia nos determina, sobre todo
en los detalles más sencillos.
A Santiago le pareció extraño que solo tenía asignada una ciudadana y su
entorno, cuando sabía –aunque era una falta gravísima hacer este tipo de
comentarios- que algunos de sus compañeros debían hacer seguimiento a entre 12
a 90 personas al tiempo, junto con su contexto. Con los días la duda perdió
relevancia, y agradeció poder estar dedicado tiempo completo a Sofía.
Desde que la conoció, sus días eran más amables y hacía el seguimiento
con otros ojos. Para él, ella no tenía nada que ocultar, no había nada
interesante en su vida, que pudiera atentar contra la seguridad nacional. Lo
más peligroso eran las ideas de Mariana, pero aun no había tocado temas o
mostrado actitudes que llevaran a enviar una alerta al sistema.
Pensó en inventar una historia, inofensiva, para matar el tiempo. Pero
lo descartó casi inmediatamente. Así que, como los horarios de trabajo eran
indeterminados, cada quien podía, como segunda recompensa, elegir a qué horas
prefería realizar sus labores desde la colmena. Desde que inició su seguimiento,
Santiago iba por la mañana. Se quedaba hasta la hora de almuerzo y dependiendo
de la cantidad de grabaciones, trabajaba hasta la una o dos de la tarde. Tener
casi medio día libre le satisfacía, así no tuviera mucho por hacer.
¿Sofi?
¿Dime?
Esta va a ser mi última llamada por teléfono.
¿Otra
vez con eso? ¿No oíste al Presidente? No está pasando nada.
Solo
te digo. Buscaré otra forma de comunicarme.
¿Por
qué no te vienes para acá? Estos episodios de paranoia me tienen preocupada.
No
mi Sofi, no te quiero meter en problemas
Mariana,
¿en qué andas metida?
En
nada, en nada.
Continúa ----> once !!!